Descubrí un mundo inexplorado

Dulce cuenta el testimonio de su conversión a la Iglesia Católica desde Costa Rica.

Aunque fui bautizada en la Iglesia Católica a los once años, recibí poca instrucción religiosa durante mi infancia y juventud. A pesar de esto, mi acercamiento a la fe fue intensificándose con el tiempo y, para esto, Dios se valió de varias personas que he conocido en diferentes momentos de mi vida.

Residí unos años en El Salvador. Allí una amiga de mi infancia fue de las primeras personas con las que me fui acercando a Dios. Su familia es cristiana y me encantaba ir los viernes a unas reuniones que organizaban con grupos de jóvenes y los domingos les acompañaba a rezar. A la edad de quince años me trasladé a California, donde continué mis estudios en un colegio; durante esos años no acudí a ninguna iglesia. Más tarde, al llegar a Costa Rica, esto fue cambiando: cada vez sentía más la necesidad de acercarme a Dios y su presencia crecía en mi corazón, sin saber cómo.

Un día, otra amiga a quien conozco desde hace años y aprecio mucho, me invitó a una reunión en su iglesia para el día de San Valentín; ella es bautista. Siempre ha procurado que yo esté cerca de Dios y que no me alejara de la práctica religiosa. Durante algún tiempo, la acompañé a diversos actos en su templo. Aunque esto me ayudó durante unos años de mi vida, me daba cuenta de que aún me faltaba algo más, y aún no veía con claridad que la verdad se encontraba en la Iglesia Católica.

Más tarde conocí a José David, quien ahora es mi marido. Él es católico y siempre me impresionó mucho su coherencia y su rectitud de vida. Cuando supo de mis inquietudes religiosas, me presentó a una conocida suya del Opus Dei, para que me explicara un poco más sobre la fe. Poco después, comencé a recibir clases de la Doctrina Católica. Usamos como referencia fundamental el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica. Nos reuníamos una vez por semana y esas clases fueron como descubrir un mundo inexplorado para mí: profundizar sobre las verdades de nuestra fe, los Sacramentos, los Mandamientos y la oración; y extraer de ahí las implicaciones para mi vida.

Paulatinamente, conforme avanzaban mis clases, me fui acercando a la Iglesia y a los sacramentos. Primero, la Confesión. Había que empezar desde el principio, prepararla a fondo: qué es el pecado, qué es el examen de conciencia, cómo disponerme para hacerla bien, qué decirle al sacerdote, etc. ¡Qué felicidad después de recibirla! Luego fui a un curso de retiro, predicado por un sacerdote del Opus Dei: fue una gratísima ocasión de dar gracias a Dios por lo que estaba recibiendo y de reafirmar la idea que ya tenía para entonces de continuar formándome y creciendo en el conocimiento de la fe. Fue ahí cuando me di cuenta de que es en lo cotidiano de la vida, en lo aparentemente intrascendente, donde uno puede imitar a Jesús y así lograr santificarse.

Me di cuenta de que es en lo cotidiano de la vida, en lo aparentemente intrascendente, donde uno puede imitar a Jesús y así lograr santificarse

Pocas semanas después de haberme confesado, hice la Primera Comunión: ¡otra gran alegría el poder recibir al Señor! Unos meses más tarde, después de un nuevo repaso del Catecismo, recibí la Confirmación y un tiempo después, el sacramento del Matrimonio. En fin, en poco más de un año, y a mis treinta años de vida, recibí la gracia a raudales.

Ahora procuro tratar habitualmente al Señor, dirigirme a Él, hacer oración. Continúo en clases de formación y asisto a un retiro mensual. Con mi marido, vamos a Misa todos los domingos y hace un par de meses hemos bautizado a Valentina, nuestra primera hija, recién nacida. Tenemos el propósito de inculcarle la fe desde sus primeros años. Rezo por otros miembros de mi familia que se han removido un poco, conforme me han ido viendo recibir los sacramentos. Pido que Dios les conceda la gracia de conocerle y amarle más y que yo pueda, de la misma manera que otras personas lo han hecho conmigo, ayudarles a acercarse a la Fe católica.